Desde los tiempos de las cavernas, el hombre ha sentido una especial fascinación por el fuego. No es para menos.
Sirvió para pasar del búfalo tataki al steak pimienta y del sashimi al pescado frito (aunque ahora, al parecer, estemos de vuelta) y para ponerle también algo de calefacción a la cueva (cuando la llama del amor no alcanzaba).
Gracias a este los indígenas pudieron fumar la pipa de la paz (sin mucho éxito) y los atletas encender la llama olímpica eterna (por lo menos hasta que unos mexicanos se orinaran encima de ella en Francia).
Los ingleses lograron hacer la revolución industrial y cocinar sus (tristemente famosas) papas al vapor; Walter Mercado tuvo tres signos más para completar su zodiaco; y Papá Noel, un conducto para entregar sus regalos (entrar por la nevera hubiera sido más justo con los pueblos del trópico).
Todo esto es gracias al fuego. Y aunque sin él la humanidad se hubiera salvado de morir de un enfisema pulmonar; habría muerto gente igualmente asfixiada al no haber podido encender un fosforito (luego de ir al baño).
Fuego con valor agregado
No todo el mundo estará de acuerdo con que el fuego es el instrumento más valioso de la humanidad. Especialmente los piratas pirómanos que queman discos sin encender una llama ni pagar derechos de autor.
O todos aquellos políticos que jugaron con fuego y hoy están totalmente quemados. Por fortuna, lo noble y hermoso del fuego es que también nos sirve para protestar.
Ninguno en nuestros días desconoce que es un elemento de utilidad para los humanos y que compone uno de nuestros más grandes descubrimientos.
Sin embargo; la verdadera importancia del fuego en la evolución humana recae en la determinación que tuvo sobre su cerebro y, consecuentemente; en el desarrollo de su mente, la más poderosa adquisición de nuestra especie, que nos distingue y eleva en el reino animal.